1. Aquel verano


Aquel verano en nuestro barrio se desató una ola de locura. Recuerdo los bultos cubiertos con mantas grises en mitad de la calle, impecables. Uno se imagina que después de caer desde una gran altura, un cuerpo debería esparcirse en pedazos, salpicar manchas de sangre a su alrededor o, al menos, dejar un zapato desperdigado a unos metros, tal y como ocurre en los accidentes de coche o en las películas, pero no fue así. Aquellos bultos de los que os hablo pasaban casi inadvertidos, camuflados sobre el asfalto.

Los dos primeros cadáveres aparecieron junto al mismo edificio, una espantosa construcción de diez plantas que conformaba uno de los límites de aquel vacío urbano donde nosotros pasábamos las horas. Era un bloque esbelto, una imponente caja gris carente de cualquier relieve, adornada simplemente por unas bandas horizontales que marcaban los forjados. Pese a que todos los edificios del paseo marítimo se alineaban con el mar de manera que los inquilinos tuvieran las mejores vistas, este en cambio se disponía perpendicularmente a la playa, a la que enfrentaba una fachada ciega y estrecha. Para nosotros era una edificación olvidada. Tenía su entrada desde el otro lado de nuestra plaza, así que no podíamos ver los movimientos de sus vecinos. Era solo una pared, un muro necesario de nuestro mundo.

Ilustración por Gestodedios, 2022

El primer bulto apareció al principio del verano junto a la fachada norte, esa que digo que nosotros no veíamos desde la plaza. Se formó un pequeño corrillo en torno a él, pero nadie le echó mucha cuenta, la verdad. El otro, apenas unas semanas después en la sur, de nuestro lado. De nuevo nadie le dio importancia. Ni los transeúntes que se dirigían a la playa, ni los vecinos que se asomaban a las ventanas, ni nosotros mismos, que interrumpimos momentáneamente nuestros juegos para observar aquellas masas inertes. Ni siquiera la policía parecía sorprendida. En ambos casos se limitaron a acordonar el lugar, tomar algunas fotos y esperar con apatía a que llegara el juez, para después retirarse sin dejar más rastro que una silueta humana grabada con tiza en el asfalto.

Es cierto que hubo comentarios esos días en el barrio. Los porteros rápidamente se hicieron eco de la triste noticia y la difundieron entre todos los vecinos. En el bar, en el supermercado e incluso en la playa se pronunciaron de corrido las palabras desgracia, mala fortuna, qué le vamos a hacer e inevitable, pero eso no dejaba de ser un pretexto para entablar una conversación o para no ser descortés, como cuando se habla del tiempo o del resultado de un partido de fútbol. Los menos iban un poco más allá y le echaban la culpa al viento de levante, que ya se sabe, es tan insoportable que a veces produce la locura. Así pues, fueron pasando los días y ya se acercaba el final del verano cuando mi vecino del 5B apareció aplastado en la terraza de mi vecina del 1C.

Mi vecino del quinto era mayor, ya estaba jubilado. Tenía gafas de pasta que llevaba encima de una nariz grande y roja. Le gustaba beber en exceso, lo que hacía que un encontronazo con él supusiera una conversación de lo más surrealista, pero era amable y divertido. Vivía con su hermana, una anciana delgada de pelo blanco y corto, la cual ocupaba su tiempo paseando y mimando a su yorkshire terrier. Por el contrario, mi vecina del 1C era una mujer estirada con la que costaba cruzar una palabra. Para mí, que vivía en el segundo y veía su puerta cada vez que salía de casa, era casi una desconocida. Era también la mujer más bella del bloque y lo ostentaba orgullosa vistiéndose con vestidos juveniles y pantalones ajustados que volvían locos a los hombres y desataban la envidia de sus mujeres. Además, tenía dos hijas adolescentes que no habían heredado la belleza de su madre, pero que se creían igual de inalcanzables.

No trascendieron detalles. Se trataba de una casa privada y para colmo la de mi vecina la estirada e inalcanzable. Sí pudimos ver cómo dos celadores bajaban los restos por la caja de escaleras. «En este barrio todo el mundo se cree que es un puto ángel», concluyó uno mientras esquivaba con dificultad la barandilla del último tramo.

Siguiente capítulo: El hospital


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