Sueños, sólo sueños y más sueños, y gente con cara apagada que viene y se arremolina alrededor de mi cama. Antes venían más a menudo. Venía mamá y sacaba de su bolso de piel negro el radiocasete pequeño que tenemos en la cocina, ponía mi cinta preferida y cuando no aguantaba más se echaba a llorar. Venían los chicos de la playa y soltaban sus flores y sus chorradas. Venían los médicos, pero jamás decían algo nuevo: «Su chico sigue igual señora, lo siento» y mamá bajaba la cabeza. Venían todos y no se daban cuenta de que yo iba con mis alas de un lado a otro de la habitación, que les gritaba y les empujaba, y que harto, no me quedaba más remedio que sentarme y terminar de fumarme el paquete de cigarrillos.
Ahora, en cambio, paso casi todo el tiempo solo. Dejé de ser la sensación. Así que le doy vueltas y vueltas a la cabeza, mezclo recuerdos, pienso en ella… También escribo canciones que ya nunca llegaré a tocar. Los enfermos tenemos mucho tiempo para pensar. Hay que reconocer que esa es una ventaja. Otra es que aprendemos a apreciar los detalles. Yo ahora lo daría todo por poder caminar por la orilla de la playa, pero ya es tarde. Yo, cuando los lobos no me persiguen, me dedico a recordar.
Apenas había cumplido seis años cuando nos mudamos a esta ciudad. Lo pasé muy mal hasta que aquella sensación de vacío terminó. Lloré durante toda una semana y mis lágrimas se las tragó el mar. Ahora no me arrepiento, de otro modo no hubiera conocido el mar, ni a ella.
Uno de los peligros de soñar es que luego te cuesta mucho poner los pies en el suelo, es algo parecido a lo que les ocurre a los astronautas cuando vuelven de la luna. Sentir en exceso es perjudicial para la salud, es como ir a toda velocidad por una carretera con muchas curvas, vas dispuesto a pegártela. Yo, pese a las películas y las canciones, no tuve fuerzas para seguir y pisé el acelerador.