3. La chica de los ojos huecos


Era un fin de semana de agosto de 1992. Mi ciudad celebraba sus fiestas y parecía que aquella tarde todos nos habíamos puesto de acuerdo para ir al mismo sitio. Yo había acudido allí con un par de amigos, aunque no estaba muy convencido. No soy de ferias, las odio desde que era pequeño. El tren fantasma nunca me dio miedo, más bien pena y como toda mi valentía puede encerrarse en una lata de anchoas, tampoco disfrutaba con la velocidad o el vértigo.

Ilustración por Gestodedios, 2022

El recinto ocupaba una explanada mayor que un campo de fútbol. Se situaba a la orilla del río, delimitado por dos puentes, uno de piedra, por el que sólo pasaban personas, y otro de hierro con cientos de circunferencias negras que conformaban sus arcos, por el que transitaban los coches. En una de las orillas estaba el ferial y en la otra, donde nos habíamos hecho un hueco nosotros, la zona de conciertos. En esta había varias barras donde se vendía bebida y algo de picar. También había una estatua de bronce de un viejo escritor encorvado que en días normales presidía un paseo solitario y que ahora debía de estar preguntándose qué demonios estaba pasando allí. En el horizonte podíamos ver como se sucedían, puestas en fila, varias atracciones. Entre ellas destacaba una noria gigante y una barca que se balanceaba de manera que parecía que en cualquier momento volaría por encima del río y nos aplastaría como si fuéramos hormigas. Al fondo quedaba la catedral. Un ruido mezcla de muchos ruidos llegaba de todas partes traído por el aire que olía a nubes de azúcar y manzanas de caramelo.

Allí fue donde la vi por primera vez.

La música no estaba mal. Actuaban cuatro grupos de la ciudad. Yo, que acababa de formar una banda y soñaba con subir también a un escenario algún día, seguía los movimientos de los guitarristas con atención, intentando cazar los acordes de las canciones. No bailaba. No soy de bailar. Pienso que cuando bailo mis movimientos son ridículos, me sobran brazos y piernas que no sé donde poner. Permanecía rígido como un lingote, sujetando con mi mano derecha un vaso de plástico con cerveza, tratando de seguir el ritmo con un leve movimiento de mi cabeza, para disimular un poco mi falta de gracia. Por el contrario, a nuestra izquierda un grupo de chicas llevaba ya un rato dando botes y contoneando sus cuerpos con alevosía. No podría deciros si estaban allí antes de que nosotros llegáramos. No lo recuerdo, pero sin duda, nos sacaban a todos unas cuantas horas de bebida de adelanto. Todas llevaban puestas en la cabeza unas diademas con orejas de conejo que resultaban realmente ridículas y bebían sangría. Saltaban, levantaban las manos y daban vueltas cogidas unas a otras por la cintura. No manifestaban tener ningún interés por nosotros, sino sólo por aquella especie de danza tribal al ritmo de las percusiones de la música.

Cuando salió la luna yo ya había perdido todo el interés por los acordes y concentraba toda mi atención en aquellas chicas, a las que no paraba de mirar de reojo. A mis dos amigos les ocurría lo mismo, pero los tres seguíamos aparentando que lo nuestro era el concierto. Ninguno quería dar el primer paso. Aunque parecían un enjambre, sólo eran cinco chicas, dos de las cuales llevaban falda, otras dos vaqueros y la última un ligero mono negro sobre una camiseta blanca. Al caer la noche las familias que habían venido con niños y mayores se fueron marchando, así que comenzaron a aparecer vacíos en el césped y decidimos sentarnos. De repente, ella, la chica del mono negro, abandonó el grupo y se dejó caer a mi lado. Sin duda, la sangría y el éxtasis habían terminado pasándole factura. Estaba tan cerca que casi podía sentir su respiración. Por unos instantes dudé qué hacer. Si alguien me hubiera podido observar seguro que hubiera notado como mis cejas y mis párpados intentaban escapar de mi rostro. En cambio, ella no parecía ni haberse enterado. Extendió sus brazos como si yo no existiera y después de un resoplido cerró los ojos agotada. Pasaron unos minutos que para mí fueron eternos hasta que volvió de nuevo en sí. Entonces, como si fuera lo más normal del mundo, se sentó erguida a mi lado y me miró fijamente con aquellos dos grandes ojos huecos. Luego, me besó decidida, se acurrucó enredada en mi cuerpo y se durmió.

Allí, entrelazados, con el frío húmedo del río atravesando nuestras espaldas y el sudor mojando nuestros pechos, permanecimos el resto de la noche. J. y C. se fueron, las chicas también se fueron y yo, embriagado del olor de su cuello, deseaba detener para siempre el giro del mundo. Al final, terminé también abatido por el sueño. Desperté solo al amanecer.

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