Prólogo


Compostela, año de la encarnación del Señor de 1273, Era de 1235.

Loado seas, oh, Señor, Rey de Reyes; loado sea tu Hijo Jesucristo, loado el Espíritu Santo. Santísimo Santiago ruega por nosotros. Amen. Amen.

Oh, Dios, Padre Altísimo, Gran Arquitecto del Universo, Tú que estás por encima de las necedades de este mundo, perdona a esta pobre forma y guía su mano temblorosa, para que no se salga de la senda que conduce hasta Tu puerta. Tú que quisiste que tu hijo Santiago el de Zebedeo, el hermano de San Juan, Bonaerges, el hijo del Trueno, el patrono de las Españas, el primer discípulo que por tu Hijo dio la vida, reposara hasta el día de la resurrección aquí en el Finis Terrae, concédele, a éste tu más humilde servidor, que descanse también en paz junto al sepulcro del que fue buen custodio en vida, y líbralo del infierno eterno.

Hijos míos, os asomaréis en la noche y veréis el mismo cielo que yo estoy viendo ahora, pero vosotros conoceréis maravillas que el Señor os tiene reservadas y yo no podré siquiera imaginar. Sabed que como ahora llega a vosotros este escrito, también a mis oídos llegaron una vez las maravillas de los antiguos, y en sus libros descubrí la existencia del centauro y de las voces engañosas de las sirenas. Mas sabed que en nada pueden compararse estos prodigios con el misterio de Dios, y en nada encontraréis tamaña monstruosidad como en el hombre que aborrece de Dios.

Soy viejo, ya ni mis labios ni mis manos me obedecen, estoy cansado de vivir. Mis ojos ya vidriosos han visto desfilar a gentes de todos los climas del mundo y mis oídos, huecos como dos pozos, escucharon una vez todas las lenguas. Fui testigo del poder de los más grandes reyes y cónsules cristianos, desde España hasta Jerusalén, que vinieron a Compostela a postrarse ante el Apóstol. He visto como le dejaban las más ricas ofrendas: imágenes talladas en cuernos de elefante, copones finamente labrados, relicarios macizos de oro y plata con los que no podían cinco hombres; y arquetas, cruces y custodias bordadas con piedras preciosas del tamaño de una mano. He visto crecer Compostela hasta hacérseme extraña, levantar sus iglesias, restituir a sus torres las campanas que les robó el infiel Almanzor, pero nada cambió tanto esta pobre vida que lo que en aquellos días ocurrió y aquí pretendo yo narrar.

Os digo que mi alma se regocijará desde más allá de las cuatro esquinas del universo cuando leáis lo que durante tanto tiempo he ocultado. Y pues presiento que está cerca mi hora, yo, Manuel Castro, canónigo de esta santa catedral, cuidador de la sepultura del glorioso Santiago, invoco al santísimo apóstol para que me conceda un último aliento de vida, y así pueda narraros los hechos que me ocurrieron aquí, en Compostela, en la Era de 1243, cuando era rey de León el bravo Don Alfonso el noveno, y arzobispo de esta santa catedral el venerable siervo de Dios Don Pedro Muñiz el cuarto, que el Señor los tenga en su gloria; para que en leyéndolos os sirvan hijos míos como aviso, pues el hombre por ser hombre es débil, y la vanidad tiene las garras más poderosas que las del águila .

Y así, mirad mis lectores, que vosotros sabréis lo más íntimo de mí y conoceréis de mi juventud y de mis miedos y yo estaré muerto. Por ende, tened piedad de este pobre monje y pedidle a Dios por el descanso de su alma. Examinad lo que escribo con caridad, entendiéndolo, y no me reprendáis si en ello encontráis desabor, que no hubo otro hombre en toda la Galicia que tanto gozara leyendo un libro, cuanto más escribiéndolo. Sabe el Señor que no encontrará aquí remanso la ponzoña, ni cueva alguna la soberbia, pues no pretendo contaros otro misterio que el mayor de entre ellos, que somos nosotros mismos los hombres que nos dejamos arrastrar por la codicia.

Velad, estad despiertos, porque no conocéis el día ni la hora.


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