Solía dormirme mientras estudiaba. Mis párpados se convertían en plomo y comenzaban su irremediable camino hacia el eclipse. La primera vez que me pasó fue frente al libro de latín. Tenía examen al día siguiente. Estudiaba las declinaciones y pasada la medianoche el cansancio me venció e inicié un viaje astral que duró hasta el amanecer. Entonces me sobrevino un sudor repentino y comprendí que no valía para aquello.
Estaba claro que yo no era una lumbrera, sin embargo, a veces la vida me sonreía. Por ejemplo, cuando le vi las tetas a Rebeca S., la chica bandera del instituto. Ella tenía dieciséis años, iba tres cursos por delante de mí y traía locos a todos los chicos. Lo que escondía detrás su sujetador se había convertido en algo más que un buen par de peras. Aquellas tetas eran el mejor embajador de nuestro instituto. Eran mucho mejor que nuestro equipo de futbol, mucho mejor que nuestro uniforme y mucho mejor que aquella aburrida publicidad que enviaban regularmente a nuestros buzones. Nuestro instituto ya no tenía nombre, era el instituto de Rebeca S.
Me costaba horrores empollar. Era sentarme bajo el flexo y salir despedido de la silla a tocar la guitarra, a leer un cómic o a ver cualquier bodrio en la tele, y claro, luego llegaban las notas y las broncas. Una vez mamá no se conformó con decir que aquello era una vergüenza y que si pensaba ser un borrego toda mi vida. Además, escondió mi guitarra. La verdad es que había tantas cifras en rojo en mis calificaciones que mis apellidos en azul destacaban como si fueran fluorescentes. Ni siquiera se me daba bien la gimnasia, pero de ahí a esconderme la guitarra había un buen trecho.
Lo de Rebeca S. fue una suerte. Había accedido de mala gana a ir esa tarde de compras con mamá. Fuimos al centro y ya de vuelta, después de haber comprado los pantalones que yo necesitaba, entramos en una tienda de moda que compartía medianera con una antigua iglesia. Mamá eligió algunas prendas y luego pasó al probador. Yo permanecía fuera esperando, contando cada segundo consumido por el aburrimiento, pero, de repente, la vida me sonrió. Una cortina de otro de los probadores permanecía a medio correr y mi mirada se deslizó furtivamente hacia su interior. Allí, rodeada de un halo de color crema, se destacaba el reflejo del torso de una muchacha de pechos exuberantes. No era otra que nuestra Rebeca S., a la que apenas saludé tímidamente cuando salió. Fue sólo un instante, aunque pasaron semanas antes de que yo pudiera pensar en otra cosa antes de acostarme.
Revolví toda la casa buscando la guitarra, habitación por habitación. Llegué incluso a mirar dentro de los cajones de la mesilla, en el congelador y debajo de los colchones. Absurdo, lo sé, pero incluso así, todo fue inútil. Llegué a pensar que mamá la había hecho trizas y que después, mezclada con migas de pan, se las había dado de comer a las palomas. Aquello me dolió, no me hubiera importado que me escondieran la tele, pero mi guitarra…
«Has de forjarte un porvenir. Mira a tu hermano que ya es médico», decía mamá. Eso sí que me reventaba. Mi hermano mayor tenía los ojos azules y yo unos simples ojos marrones. Yo me pasaba los días dibujando chicas en bragas en los márgenes de mis libros de texto y él coleccionando libros de cirugía. Sin duda, mi hermano y yo destrozábamos todas las leyes de la genética. A su lado yo parecía un extraterrestre. Yo era E.T. y él Elliot. Yo era el octavo pasajero y él Sigourney Weaver.
Mi guitarra apareció a las tres semanas. Mamá se la había llevado al trabajo. ¡Cómo carajo iba yo a encontrarla así! Mamá y yo nos parecemos mucho en esto. Me refiero a que los dos somos realmente testarudos, si nos empeñamos en una cosa no paramos hasta conseguirla. Yo estaba empeñado en convertirme en una estrella.