6. El grupo


Nos llamábamos Miel. Sí, ya lo sé, un nombre demasiado acaramelado para un grupo. La verdad es que fue elegido por descarte, puesto que no había ninguno que nos terminara de gustar.

Nuestro grupo era simple, demasiado simple: Jesús y yo tocábamos la guitarra y Luz cantaba. Nada de bajos ni de batería, aquello se escapaba de nuestras posibilidades. Éramos otro grupo de jóvenes con pocos medios, pero mucha fe.

Jesús era un amigo del barrio. Vivía justo enfrente de mi casa, al otro lado de la plaza. De hecho, yo podía ver la ventana de su habitación desde el salón de mi casa. Era un año mayor que yo, pero mucho más sensato y ambos compartíamos el interés por la música. Él admiraba a Queen, mientras que yo era más de Los Beatles. Cuando nos juntábamos en el barrio con los otros chicos solíamos terminar enfrascándonos en conversaciones en torno a la música. Que si acababa de salir el nuevo disco de U2, que si los Mecano iban a venir de concierto, que si algún grupo de la ciudad acaba de firmar con una productora de Madrid… Así, un día nos enteramos de que los dos teníamos guitarra y decidimos quedar a tocar juntos. Nos gustó la experiencia y comenzamos a juntarnos en su casa para ensayar.

Luz llegó meses después. A ella también le apasionaba la música, aunque de otra manera… Ella estudiaba solfeo y había comenzado recientemente a tocar la viola, tal y como su callo incipiente en su cuello atestiguaba. Luz escuchaba pop y rock, pero lo suyo era la música clásica. Vivía al otro lado de la avenida y se había ofrecido un día como cantante, sin duda porque estaba prendada por Jesús, aunque este no se enteraba. Los dos aceptamos su inclusión porque sabíamos que con nuestras voces no llegaríamos muy lejos. Ya desde el primer día Luz nos sorprendió. Sus agudos eran inalcanzables para nosotros. Luego nos dimos cuenta de que su inclusión también había servido para arreglar nuestras desavenencias. Si Jesús y yo no coincidíamos en la elección de una letra o unos acordes, ella era la que finalmente zanjaba la cuestión no sin antes regalarnos su sonrisa. Por si no bastara con eso, solía traer a los ensayos unas galletitas deliciosas que hacía su madre.

Quedábamos normalmente la mañana de los sábados y después de ensayar, visitábamos los puestos de música del exterior del mercado. Allí, apilados en cajas estaban los discos que nosotros íbamos pasando con pericia con un movimiento rítmico de los dedos índice y medio. Cuando uno de nosotros encontraba algún elepé que nos llamaba la atención, lo sacábamos, mirábamos su portada como un niño mira un escaparate de una pastelería, se lo enseñaba al otro y, la mayoría de las veces, con frustración lo volvía a dejar en su sitio… Ninguno manejaba dinero suficiente como para poder permitirse aquellos lujos. Solamente si esa semana había sido nuestro cumpleaños o bien si habíamos recaudado algo en Navidad, podíamos traernos alguno de esos elepés debajo del brazo. Nos llamábamos Miel y éramos tres jóvenes que queríamos alcanzar las estrellas…

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