El profesor Rudolf llegó al instituto aquella tarde como una más de los cientos de veces, que a él le parecían miles, que lo había hecho en los últimos años. Bajó de su coche, un pequeño utilitario azul, y se abrochó su abrigo. Luego, hizo un ademán como de volver a entrar al vehículo, pero únicamente se agachó para alcanzar su maleta. Por fin, con gesto aprendido, se levantó el cuello de su gabardina hasta casi taparse su bigote y emprendió cabizbajo el camino que separaba el aparcamiento del instituto.
Como era costumbre, cuando recorría esos pocos metros seguía una línea imaginaria de baldosas que ya tenía aprendida, siempre haciendo el mismo movimiento, el del caballo en el ajedrez. Fijarse en esa secuencia le permitía evitar cruzar su mirada con estudiantes y colegas, algo que detestaba. Se preguntaba qué hacía él impartiendo clases de Física a adolescentes, una tarea, por cierto, harto complicada dado el escaso interés que la mayoría de estos mostraban por la materia. ¿Cómo había llegado alguien como él hasta allí? ¿Qué circunstancias fueron aquellas que hicieron que él, la promesa de todo el departamento de Mecánica y Estructuras de la famosa universidad de Weisennholff, estuviera hoy perdiendo el tiempo tratando de que aquellos jovencitos, víctimas de la gonadotrofina, aprendieran los mínimos rudimentos de la ciencia? Al menos hoy era el último día de clase antes de Navidad y en unas horas podría volver a su casa y olvidarse de todo esto por unos días. Hoy tenía que explicar el tema del rozamiento a los alumnos del grupo A. Como de costumbre tenía preparado el experimento del plano inclinado. Se trataba de hallar el coeficiente de rozamiento de un objeto al deslizar por una superficie, algo que repetía todos los años.
—Buenas tardes, profesor —le saludó Rigoberto, el conserje del instituto, al cruzar el umbral de la puerta de entrada.
El profesor le devolvió el saludo levantando la mano que llevaba libre. Luego, con la misma mano aprovechó para subirse un poco el cuello del abrigo, de manera que casi le tapaba su bigote.
—Hoy tenemos práctica de laboratorio —le recordó el conserje satisfecho.
—Sí Rigoberto, gracias por recordármelo —contestó mientras pensaba para sí mismo lo pesado que le llegaba a resultar a veces el conserje.
El profesor se dirigió a la escalera que a esta hora estaba especialmente concurrida y muy pegado a la barandilla, casi como una lagartija, subió hasta la primera planta. Allí giró a su derecha y enfiló un largo pasillo con aulas a ambos lados. Los chicos aún no habían entrado en clase y se arremolinaban delante de cada una de las salas formando numerosos corros. Mientras caminaba, el profesor repasaba en su cabeza el experimento que debía hacer hoy. Nada novedoso: un objeto, normalmente un prisma de madera se deja sobre un plano inclinado, por ejemplo, un tablero metálico bien liso. El prisma en un principio está en reposo, parado. El plano se inclina cada vez más mediante un mecanismo de palanca hasta que llega un momento en el que el prisma, debido a la componente del peso paralela al plano inclinado, comienza a deslizar por el plano. Nada sorprendente. Un alumno mediría entonces el ángulo para el que el objeto había comenzado a deslizar y después él, en la pizarra, demostraría por qué la tangente de ese ángulo coincide con el denominado coeficiente de rozamiento entre el objeto y el plano. Y bueno, eso sería todo
Al final del pasillo Rudolf llegó hasta una puerta doble con dos ventanucos circulares a modo de ojo de buey. Sobre ella colgaba un cartel que decía: Laboratorio. Aún a sabiendas de que la sala estaría cerrada y que tendría que esperar todavía unos minutos a que Rigoberto subiera a abrirla, el profesor asió el pomo con su mano y trató de girarlo. Curiosamente la puerta del laboratorio se abrió de par en par. El conserje habría olvidado cerrarla el día anterior. Sorprendido, pero sin querer darle mayor importancia el profesor entró al aula y dejo sobre su silla el abrigo y la maleta. El aula desprendía un olor a azufre bastante molesto que Rudolf supuso que se debía a algún experimento reciente. El laboratorio también lo utilizaban para clases de química. Rudolf abrió las ventanas, se puso su bata blanca y se asomó al pasillo. Al volver a entrar escuchó un ruido y tuvo la sensación de que algo al fondo se movía. Fue un ruido sordo, como si alguien hubiera tropezado con la estantería donde se guardaban tubos de ensayo, botellas, matraces y otras herramientas para los experimentos. Los objetos de cristal aún temblaban. Entonces una brisa de aire le recordó que justo antes había abierto las ventanas. Seguramente que todo se debía a eso.
En ese momento la campana sonó y los alumnos, al verle, fueron entrando y tomando asiento.