Ese día de finales de julio el calor era sofocante. Mientras Vaca subía las escaleras notaba como el sudor le resbalaba desde su frente. No seguía una trayectoria recta. Una marea de visitantes se le venía encima sentido contrario así que se veía obligado a ir de un lado a otro aprovechando los huecos.
—La mitad de todos estos vienen a pasar el rato, no les interesa un comino el arte—, refunfuñó.
Al llegar a la planta primera se detuvo y miró su reloj. Eran las 11:55. Quedaban aún cinco minutos. Luego siguió recto por un corredor y finalmente giró a la izquierda y entró en una sala hexagonal. Ese era el punto convenido, se dijo. Se coló entre el publico hasta llegar ponerse en primera fila frente al cuadro de «La familia de Carlos IV». Le echó un vistazo rápido. Le hubiera gustado tener más tiempo y poder detenerse en cada uno de los personajes, pero no era el momento. Si todo saliera bien seguro que tendría mucho tiempo en breve.
Miró de nuevo su reloj. Ahora quedaba menos de un minuto así que revisó todo a su alrededor. No había ningún vigilante en ese momento y varios grupos de visitantes se arremolinaban en torno al cuadro e intentaban seguir las explicaciones de sus respectivos guías. El galimatías de voces que inundaba la sala le hizo de nuevo sentirse molesto.
—En esto se han convertido los museos, en auténticos gallineros—, pensó.
Avanzó hacia el centro de la sala. Se situó justo en el centro del círculo bajo el centro de la bóveda. En ese momento sonó la alarma de su reloj y Vaca abrió su bolsa y sacó una pastilla. Luego rápidamente se la tragó. En segundos notó que su vista se nublaba y que sus piernas no eran capaces de soportar su peso… Vaca cayó al suelo como un boxeador noqueado.