Episodio 1. Un cadáver en el Valle de los caídos.
La niebla seguía aferrándose a las laderas del valle mientras Ferrer cruzaba con su SEAT 131 por entre los célebres Juanelos, cuatro columnas de piedra ciclópeas que, por orden del dictador, presidían la entrada al Valle de los Caídos. Pronto se adentró en un bosque tupido. Aquel era un lugar hermoso, sí. Los árboles flanqueaban ambos lados del camino. Altos y espesos, formaban un túnel que apenas dejaba ver el cielo.
Ferrer tomó la desviación a la hospedería, dejando a la derecha la gran explanada de la Basílica. La carretera, más estrecha y serpenteante, ascendía entre pinos y fresnos, ocultándolo todo tras una cortina verde. Luego, de repente, la vegetación se abrió, cruzó una arcada de piedra y entró en una gran plaza. Fue entonces cuando notó la presencia de la cruz gigantesca coronando la montaña.
La imagen le sobresaltó. La cruz de piedra emergía entre la bruma, como si hubiese estado acechando tras los árboles. Desde tan cerca, su magnitud resultaba aplastante, un coloso de piedra dominando la sierra. En su base, las figuras de los evangelistas talladas en piedra gris la rodeaban, con sus rostros adustos fijos en el horizonte.
Dante Ferrer bajó del coche, se puso su abrigo y, tras encenderse un cigarrillo, se subió el cuello. El viento traía un frío afilado que le congelaba la cara. Echó de menos algo que le cubriera la cabeza, pero nunca le había gustado llevar gorros ni bufandas. Recordó el empeño que ponía su mujer en que los usara. Quizás esa había sido otra de las razones de su separación.
Delante suya se extendía una fachada muy larga y articulada en tres partes, que cerraba la plaza bajo la cruz. A ambos lados había sendos edificios simétricos de estilo herreriano, con dos plantas y la cubierta inclinada de pizarra de la que emergía una fila de mansardas. En el centro una construcción extraña, tosca y de una escala gigantesca que no parecía encajar con el resto.
Dos figuras vestidas con hábitos negros benedictinos lo esperaban junto a la entrada de la abadía. Uno de ellos avanzó un par de pasos hacia él.
—¿El subinspector Ferrer?
—Sí, soy yo.
El monje asintió y le tendió la mano.
—El Padre Abad le está esperando. Sígame, por favor.
Se dirigieron al edificio de la derecha, pasaron por debajo de un pórtico y entraron a un vestíbulo de planta cuadrada. Desde allí, accedieron a una sala donde, sentados en un sencillo sofá, le esperaban otros dos monjes. Ferrer se adelantó y se presentó.
—Subinspector Ferrer, de Homicidios —dijo.
—Bienvenido, subinspector. Le estábamos esperando. Soy Dom Luis María, abad mitrado de esta comunidad, y este es el padre Ramiro. Lamento haberle hecho venir tan temprano para un asunto tan… desafortunado.
—No se preocupe, padre, son gajes del oficio. Estar de guardia tiene estas cosas.
—¿Le apetece un café? —le invitó el abad.
— Sí, gracias —dijo Ferrer. Un café le vendría bien para despejarse—. Solo, por favor.
El abad tomó una jarra y vertió el café humeante en la taza de Ferrer.
—Aquí tiene. Le ayudará a entrar en calor. ¿Azúcar?
—No, gracias. Así está bien —volvió a responder Ferrer. Luego, tras dar un sorbo, dejó la taza en la mesa y preguntó—. ¿Dónde está el cadáver?
El abad cogió a Ferrer del brazo y ambos salieron a otra galería acristalada desde la que se podía ver una especie de claustro, si bien los arcos del fondo eran falsos, pues aquel espacio limitaba directamente con la montaña.
—Allí arriba —dijo el abad, señalando desde uno de los ventanales.
—¿En la cruz? —murmuró Ferrer, incrédulo—. Joder.
—Exactamente. Yo también estoy realmente sorprendido, créame.
Ferrer entrecerró los ojos y dejó escapar un resoplido. Aquel coloso de piedra, con los evangelistas como centinelas, imponía incluso en la distancia.
—Tendré que subir. ¿Hay ascensor?
—Sí, hay un ascensor desde la base de la cruz. Pero antes deberá tomar otro desde este nivel para llegar allí. El padre Ramiro le acompañará. Él conoce bien el acceso.
Los tres personajes se dirigieron de nuevo al exterior, a la gran explanada donde Ferrer había dejado su coche. Recorrieron unos metros hasta llegar a aquel edificio extraño que había llamado su atención anteriormente. Observó la gran puerta de piedra coronada por un arco de medio punto. Era una puerta de bronce, con relieves encajados en huecos cuadrados. La mirada de Ferrer quedó atrapada en una figura en particular: la muerte a caballo miraba arrogante al espectador, mientras cargaba apoyada en su hombro una gran guadaña. Había algo inquietante en la expresión de la calavera, desafiante.
El abad, que había seguido su mirada, carraspeó antes de hablar, como queriendo apartarlo de sus pensamientos. Dio un paso al frente, acercándose apenas unos centímetros, y dijo en un tono deliberadamente casual:
—Yo siempre he visto en este edificio una referencia a la arquitectura antigua. Hay algo en sus proporciones, en su solidez, que recuerda a ciertos templos monumentales.
Ferrer parpadeó y apartó la vista del relieve.
—Es la entrada posterior a la basílica —advirtió el padre Ramiro mientras sacaba una llave y abría lentamente uno de los batientes—, desde aquí se puede bajar a la basílica o acceder a la cima. Apenas le damos uso, preferimos utilizar nuestra furgoneta.
Todos cruzaron el umbral. Ferrer notó cómo el aire se volvía más denso. La sensación le recordó a su infancia, cuando tras subir la escalera de piedra, cruzaba la puerta de la iglesia los domingos y el sonido del exterior se apagaba hasta casi desvanecerse. Avanzaron siguiendo el eje de la sala y, de nuevo, apareció ante ellos otra puerta, esta más modesta.
—A partir de aquí, le acompañará el padre Ramiro —dijo el abad—. Tengan cuidado. El viento ahí arriba es traicionero. Colóquese el arnés, como le indicará el padre.
—Así lo haré —dijo Ferrer.