La chica de Marte


Vivías ya bajo el arco del alto edificio

antes de que me rasurara por primera vez el pelo.

Yo te buscaba cuando salía al balcón

a la caza de geometrías papirofléxicas

que me libraran del aburrimiento de este mundo,

cuando las aves no habían aún emigrado al Sur.


Hacía frío

sobre aquel escarabajo

de azulejos rojos donde todo comenzó,

dormías,

y mientras yo, con piel de gallina

contaba las estrellas

deshojando margaritas. 


Sobre la cama:

la gata,

las estrellas,

y los cigarros a medias.

El deseo

pesaba más que la luna,

los labios estaban escritos con recuerdos

y tú

ibas por la habitación

hasta reposar

sobre la cama a medio deshacer.


«Te quiero».

Una vez me lo dijiste

en la ducha,

con las pinzas en el pelo,

y las cortinas echadas.


Has vuelto para recoger las caricias

de las copas de los árboles.

Has dejado encendidos

los lunares de tu espalda.

Has jugado con los peces del abismo

y luego has vuelto la cara,

patinando por los recodos, entre mariposas,

buscándome,

a ver si juntos pudiéramos esquivar

la desesperación.


Era de noche

y tú

escondías las letras detrás de los dedos.


Esa canción

que calma el viento,

que acaricia mis oídos

y sabe a lluvia

y a tierra mojada,

no es otra

que tu voz.


Palabras sueltas envueltas en flores

                   para el ángel de cabellos de hilo de roca

                   y espalda con olor a jazmín,

palabras que buscarán 

                  el humo de tu cigarro

                  mientras vuelves de camino

                  recogiendo damas de noche por entre las verjas,

palabras escritas en soledad

                  que me llevarán a tu lado

                  junto a tus puntiagudos labios granates

                  para ver despertar a la luna

                  detrás de tu ventana

palabras de amor

                  que se deslizarán susurrantes por tu mejilla,

                  te cogerán de la mano como cada noche

                  y recostadas en tu almohada te mirarán a los ojos.


Yo buscaba bajo el agua tus pecas

mientras tú te bronceabas

y luego volvíamos de la mano

por la misma triste avenida

donde nunca crecieron rascacielos.

Masticabas lentamente, absorta

como si por el horizonte de la mesa de vértices achaflanados

se escapara un barco.

Sevilla, 2000 (modificaciones en 2022)